EN LO DESCONOCIDO

Una semana después de los acontecimientos que acabo de referir, sentados en el comedor de la misión, cenábamos llenos de tristeza. A la mañana siguiente, al despuntar el alba, íbamos a salir de aquel lugar, dejando a nuestros bondadosos huéspedes tal vez para siempre.

Exceptuando alguna lanza que habíamos visto asomar por el muro y algún tiro que disparamos de vez en cuando, no habíamos vuelto a tener que habérnoslas con los masais. Mackenzie sanaba con rapidez de sus heridas, gracias tal vez a los cuidados de Good, que era muy entendido en Medicina, y podía andar ya valiéndose de un par de muletas. De los demás heridos, uno murió de gangrena. pero el resto mejoraba también; y, como la caravana que habla ido a la costa estaba ya de vuelta, la estación misionera tenía buena guarnición.

Aun cuando nos invitaban con extremada amabilidad para que permaneciéramos allí más tiempo, creímos que era llegado el momento de continuar nuestra expedición, yendo primero al Kenia y desde allí a los países desconocidos, en busca de aquella misteriosa raza blanca que tanto empeño teníamos en descubrir.

Sólo nos habían quedado dos criados wakwafíes, y era difícil proporcionarnos otros que quisieran aventurarse a ir con nosotros a los sitios que intentábamos explorar.

Después de todo, como decía Mackenzie, era muy extraño que tres hombres, poseyendo lo que se supone necesario para ser feliz en el mundo, salud, riqueza, buena posición, etcétera, emprendieran por su propia voluntad una loca expedición, con grandes probabilidades de no volver de ella. Pero los ingleses somos aventureros hasta medula de los huesos, y el espíritu de aventuras torna en algunos de nosotros forma lunática.

Aquella noche, mientras estábamos sentados en el patio fumando una pipa antes de retirarnos, se presentó Alfonso, y con un gran saludo anunció su deseo de que tuviéramos una entrevista. Invitado a hablar, manifestó que deseaba ir con nosotros, cosa que me sorprendió mucho, pues sabía por experiencia lo cobarde que era. Pronto comprendimos, sin embargo, que, habiendo de marchar Mackenzie a Inglaterra, y creyendo que si él volvía a Europa lo condenarían a cadena perpetua, cosa que era su pesadilla, prefiriese correr los riesgos de nuestra expedición, antes que afrontar los que creía seguros.

Después de oírlo, consultamos entre nosotros y aceptamos su oferta, contando con el consentimiento de Mackenzie. Nosotros éramos torpes, bastante torpes, y Alfonso sabía hacer muchas cosas, y especialmente guisar; era, además, tan divertido como un mono, sin la menor malicia, y nos entretenía con sus chistes. Su cobardía era, sin embargo, un inconveniente, y nos obligaría a vigilarlo de cerca.

Le advertimos los riesgos que podría correr, y que sólo aceptábamos su oferta mediante la condición de que había de obedecernos ciegamente. Acordamos después darle un sueldo a razón de diez libras mensuales, si volvía con nosotros a país civilizado donde pudiéramos entregárselas. Inútil es decir que Alfonso accedió a todo con alegría.

Llegó la mañana, y los asnos que habíamos comprado a fin de que condujeran nuestros efectos, y a nosotros mismos si era necesario, estaban dispuestos y cargados ya. Ibamos a despedirnos, y todos sentíamos el angustioso instante; sobre todo el de decir adiós a la hija del misionero. Nos habíamos hecho muy buenos amigos; pero sus nervios no habían curado aún del susto que recibió la noche que había permanecido entre los masais.

-¡Oh, señor Quatermain! -exclamó enlazando mi cuello con sus brazos y rompiendo en lágrimas-. ¡Me apena mucho despedirme-de vos! ¡Quién sabe si volveremos a vernos otra vez!

-Yo también lo ignoro, querida niña -dije-. Mi vida va a terminar, en tanto que la tuya está empezando, y espero que llegue a ser muy larga. Llegarás a ser una mujer hermosa, Flossie, y el recuerdo de estas tierras salvajes se borrará de tu mente; pero confío en que no olvidarás a este viejo ni lo que voy a decirte. Sé siempre buena, hija mía, y cumple tu deber, aunque sea desagradable. Sé generosa y ayuda a tus semejantes, aliviando sus males en la medida que te sea posible, porque en este mundo hay muchas penas, y ése es el fin más noble de toda criatura. Así serás una mujer amable y temerosa de Dios, harás feliz a los que te rodeen y no vivirás en vano, como la mayor parte de tu sexo. Te he dado consejos antiguos, pasados ya de moda, y debo darte algo que los endulce. ¿Ves este pedacito de papel? Es lo que llaman un cheque, cuando nos hayamos marchado (antes no, de ninguna manera), dáselo a tu padre con esta esquelita. Es para que te compre un regalo de boda el día que te cases, algo que uses continuamente y que dejes después a tu hija, si tienes una, en recuerdo del cazador Quatermain.

La niña lloró mucho, y a cambio de mi regalo me dió un rizo de sus cabellos, que aun conservo. El cheque era de mil libras, y en la esquela suplicaba a Mackenzie que lo invirtiera en bonos del Gobierno, y que cuando Flossie se casara o llegara a su mayoría de edad, le comprara el mejor collar de diamantes que pudiera encontrar por aquella cantidad y los intereses que se hubieran acumulado.

Como yo era rico y no tenía hijos ni más atenciones que las que me imponía la caridad, podía permitirme ser espléndido, y escogí diamantes, por ser piedras de valor que podían convertirse en dinero si alguna vez se veía en apuros pecuniarios.

Después de mucho llanto y muchas despedidas y saludados, hasta de los indígenas, salimos de la casa, llevándonos a Alfonso, que quería de veras a sus amos y lloraba amargamente. Debo decir que me alegré de que el asunto terminara, porque aborrezco las despedidas. La nota más triste de todo fué tal vez la separación de Umslopogaas y Flossie. El viejo guerrero había tomado mucho afecto a la niña, y alababa continuamente su presencia de ánimo matando al masai. Así salimos de la agradable y hospitalaria estación misionera, verdadero oasis en el desierto, y de la civilización europea. Muy a menudo pienso en los Mackenzie y me preguntó si saldrían al fin del país, y si estarán sanos y salvos en Inglaterra. Tal vez leerán estos renglones. Con esto doy un adiós a la pequeña Flossie, esperando que no echará de menos al levantarse por las mañanas el espectáculo que le ofrecía el glorioso Kenia con su corona de nieve horadando la bóveda celeste.

• • •

Seguimos nuestro camino con relativa tranquilidad y llegamos a las faldas del Kenia. Pasamos el solitario lago Baringo, donde uno o dos de los ascaris que nos acompañaban murieron víctimas de mordeduras de serpientes, a pesar de los esfuerzos que hicimos por salvarlos, y desde allí, tras una distancia de ciento cincuenta millas, llegamos a otro magnífico monte nevado, llamado Lekakisera, que, según mi creencia, nunca había sido visitado antes por ningún europeo. Siento no describirlo, pero sería enojoso para el lector.

Allí descansarnos quince días, y luego penetramos en los deshabitados bosques de un vasto distrito llamado Elgumi. En aquel bosque habla más elefantes de los qué he visto en distintas ocasiones, considerados en totalidad. Era un enjambre, literalmente hablando, a pesar de lo cual no nos detuvimos a cazar ninguno; en primer lugar, porque no queríamos perder municiones, toda vez que hablamos gastado muchas con los masais, y luego, un asno cargado de ellas se ahogó al pasar un río que Iba crecido. Además, no pudiendo llevarnos el marfil, era inútil matarlos, a menos qua fuera en defensa propia.

En aquel bosque había otros animales, incluso leones (los aborrezco desde que uno me mordió la pierna, dejándome cojo para toda la vida). Abundaba también la mosca tsé-tsé, cuya picadura es mortal para los animales domésticos. Habla oído decir que los asnos compartían con el hombre el privilegio de ser inmunes a tales picaduras; pero hoy puedo asegurar que los nuestros murieron dos meses después de recibir las picaduras de tales insectos, más venenosas en aquella región que en otras muchas.

Al salir del gran bosque Elgumi, siguiendo siempre hacia el Norte en conformidad con las instrucciones que nos diera Mackenzie, llegamos al gran lago, llamado Laga por los indígenas. Mide cincuenta millas de longitud por veinte de latitud y, según recordarán mis lectores, fué mencionado por el viajero que murió en la misión.

Siempre ascendiendo, llegamos al pueblo, que se extendía en una meseta, y allí supimos dónde se hallaba el segundo lago, que, según dijo el viajero “no tenía fondo”.

Como los moradores de aquel pueblo nos dijeron que estaba en la cumbre de las montañas, ascendimos unos tres mil pies más, hasta llegar a un peñasco escarpado. Allí encontremos una inmensa sábana de agua de veinte millas en cuadro, a mil quinientos pies de profundidad, que ocupaba, evidentemente, el cráter de un volcán extinguido, o varios cráteres inmediatos unos a otros.

Viendo que existían algunas aldeas en las orillas del lago, Intentamos descender a través de los bosques de pinos que cubrían los lagos del cráter, cortados a pico, y sólo con grandes dificultades, pudimos lograrlo.

Los que habitaban en aquellas aldeas, gente pacifica que, probablemente, no habrían oído hablar nunca de que había seres blancos, nos recibieron muy bien y nos trataron con gran bondad y respeto, dándonos todo el alimento y la leche que podíamos comer y beber. La temperatura de aquel lago, cuya altura era lo menos de once mil cuatrocientos cincuenta pies sobre el nivel del mar, según nuestro aneroide, era fría y muy semejante a la de Inglaterra. Durante los tres primeros días de nuestra estancia allí, apenas si vimos el paisaje, por impedirlo una especie de neblina bastante densa. Aquella humedad, trabajando sobre las picaduras que las moscas tsé-tsé habían causado a nuestros asnos, las hizo mortales, y allí fué donde sucumbieron.

Este desastre nos dejó en posición comprometida, toda vez que no teníamos medio alguno de transporte; aunque, a decir verdad, no nos quedaba ya mucho que transportar. Las municiones eran tan escasas, que apenas si sabíamos como seguir adelanto. Creímos, pues, llegado el término de nuestro viaje. Aun cuando hubiéramos sentido inclinación, por abandonar el objeto de nuestra empresa -cosa que aún no nos había ocurrido, por extraño que parezca-, era ridículo creer que podríamos volver atrás y hacer setecientas millas hasta llegar a la costa en el estado en que nos hallábamos. Convinimos pues, que no nos quedaba otra solución que detenernos, toda vez que los naturales eran tan bondadosos y los manjares tan abundantes, y recoger cuantos datos pudiésemos acerca de los países que se extendían al Norte.

Compramos una gran canoa, suficientemente amplia para nosotros y nuestro equipaje, que nos vendió el jefe de la aldea donde nos detuvimos a cambio de tres cápsulas de cartucho vacías, con lo cual se quedó tan contento, y nos propusimos dar la vuelta al lago, a fin de hallar el sitio que más nos conviniera para establecernos. Como no sabíamos si volveríamos a la aldea, embarcamos todos nuestros efectos, no olvidando medio gamo acuático asado, manjar delicioso cuando es tierno. Algunos Indígenas salieron en sus canoas delante de nosotros para advertir nuestra llegada a sus vecinos.

Mientras remábamos a placer, Good nos llamó la atención sobre las aguas del lago, de color azul obscuro. Dijo que los naturales, que eran grandes pescadores, le habían dicho que se suponía que el lago era muy profundo y que tenía en el fondo un agujero por el cual salía el agua para apagar un intenso fuego que ardía debajo.

Indiqué que aquello debía ser, probablemente, una leyenda originada en los tiempos en que el cono de uno de los volcanes extinguidos estuviera en actividad. En torno del lago se veían todavía pequeños cráteres que, indudablemente, debieron ser los últimos en apagarse, cuando ya se había formado el lago en el central, y al extinguirse totalmente, la gente creería que el agua lo había apagado.

Llegamos a la orilla opuesta del lago, y viendo que consistía en una roca cortada a pico que sostenía el agua sin orillas ni riberas como en otros sitios, remamos de nuevo, alejandonos del precipicio y dirigiéndonos a otro lado del lago, donde sabíamos que había una aldea grande.

Al navegar encontramos una porción de juncos, algas, ramaje y otras materias llevadas allí, según Good, por una corriente cuyo curso no podíamos comprender. Pensábamos aún en esto, cuando sir Enrique nos mostró una bandada de cisnes grandes y blancos que picoteaban en el junco a unos cuantos pasos de nuestra canoa. Ya había yo observado cisnes que revoloteaban en torno del lago; y como nunca los había visto en África, tenía suma ansiedad por obtener un ejemplar. Había preguntado a los indígenas, y supe por ellos que bajaban de las montañas en determinados períodos del año, siempre en las primeras horas de la mañana, y que era fácil cazarlos entonces por hallarse muy cansados.

Al preguntar de qué país procedían, los indígenas se encogieron de hombros y respondieron que la cumbre del precipicio Negue era de piedra, terreno inhospitalario, porque más allá sólo había montañas nevadas pobladas de bestias feroces, y que no vivían en ellas seres humanos. Pasadas las montañas, había dos millas de densa espesura, espinosa y tan compacta, que no podía pasar por ella un elefante, y mucho menos un hombre.

Preguntando más tarde si habían oído hablar de seres blancos como nosotros, que vivían al otro lado de las montañas y de la selva espinosa, se rieron al oírme; pero después una mujer muy anciana dijo que, siendo niña, su abuelo le había contado que cuando él era joven el suyo había cruzado el desierto y las montañas y atravesado la selva, y había visto gente blanca que vivía más allá en kraales de piedra.

Como esta versión se refería a doscientos cincuenta años atrás, la información era muy vaga; pero no por eso dejaba de tener fundamento. Pensándolo bien y convencido de que había cierta verdad en tales rumores, decidí firmemente averiguar aquel misterio. ¡Cuán poco pude pensar que mi deseo iba a ser satisfecho de un modo casi milagroso!

Emprendimos la tarea de alejar de la canoa a los cisnes reunidos en grupo cerca de ella, empujándolos hacia el precipicio y retirándonos nosotros detrás de una junquera a cuarenta varas de ellos. Sir Enrique tenía cargado su fusil esperando la ocasión y aprovechó una en que había dos juntos: tiró, y mató a ambos. El resto, treinta o cuarenta lo menos, remontaron el vuelo sacudiendo sus alas. Curtis disparó otro tiro, y un animalito cayó vacilando con el ala rota, en tanto que los demás seguían su marcha, remontándose a tal altura, que llegaron a parecernos diminutas manchitas en el espacio al nivel de la cumbre del precipicio. Allí se detuvieron formando un triángulo, y se internaron en lo desconocido.

Recogimos las piezas muertas, dos preciosas aves que pesaban cada una treinta libras lo menos, y procuramos atrapar la del ala rota, que había caído entre la masa de flotante junco a cierta distancia de nosotros; pero, siendo difícil pasar con la canoa por entre las algas y demás obstáculos, dijimos al único wakwafí que nos quedaba, y que, por cierto, era experto nadador, que se arrojara al agua y buscara el ave entre los juncos, toda vez que no había en el lago cocodrilos que pudieran atacarlo. Obedeció el negro, y trató de acercarse al sitio donde estaba el cisne; pero pronto lo vimos acercarse al muro cortado y le olmos gritar que la corriente se lo llevaba.

En efecto: aunque procuraba acercarse a nosotros nadando con toda su fuerza, algo la impulsaba hacia el precipicio. Remamos con fuerza y empujamos la canoa sobre la flotante masa de juncos, procurando recoger al ascari; pero, por muy de prisa que nosotros fuéramos, más ligero aún marchaba el infeliz hacia la roca.

De pronto vi que delante de nosotros, a unas dieciocho pulgadas sobre la superficie del lago, había algo que semejaba la bóveda de una cueva o túnel subterráneo. Evidentemente, debía de estar sumergido siempre en el agua; pero había habido una estación seca, el frío había impedido el deshielo de las nieves, tan frecuente en otras épocas, el lago había descendido de nivel, y el túnel quedaba visible.

Nuestro pobre criado era arrastrado hacia el túnel con terrible rapidez: la canoa volaba en su auxilio: el desdichado luchaba valerosamente, y creí que lo salvaríamos; pero, repentinamente, vi pintarse en su rostro la más viva desesperación, y allí mismo, delante de nosotros, fué arrebatado por el remolino y desapareció en el agua. Al mismo tiempo sentí que nuestra canoa, guiada por una fuerza poderosa, iba también hacia la roca con impulso irresistible.

Comprendimos el peligro, y remamos con fuerza con el fin de evitar aquella corriente; pero fué inútil: un segundo más, y corríamos al arco como una flecha. Creí que estábamos perdidos. Afortunadamente, tuve bastante presencia de animo para gritar, dando ejemplo con mi conducta, que se echaran a lo largo en el fondo de la canoa:

-¡Tendeos boca abajo!

Todos tuvieron el buen sentido de obedecer mi observación.

Un momento después oímos un ruido semejante al que produce el agua en un molino, y el bote bajó tanto, que el agua penetró por los careles. ¿Nos hundíamos? No. Instantáneamente cesó el ruido, y sentí que la canoa flotaba sobre el agua otra vez. Volví la cabeza con mucho cuidado, sin atreverme a levantarla, y miré en torno. A la débil luz que iluminaba la embarcación, vi sobre nuestra cabeza un alto arco rocoso: eso era todo. Un minuto después no podía ver aquello siquiera, porque la débil luz había cedido su lugar a la sombra, y la obscuridad era profunda.

Por espacio de una hora permanecimos en la posición que teníamos, sin levantar la cabeza, por temor de abrírnosla en los picos de las rocas; sin atrevemos a hablar, porque el ruido de la corriente ahogaba nuestra voz. No teníamos tampoco grandes deseos de hacerlo: el terror del momento y el inminente peligro de muerte en que podíamos estar un segundo después, bien estrellándonos contra las rocas de la caverna, bien asfixiándonos por falta de aire o arrebatados por un remolino, nos oprimía demasiado para sentir deseos de hablar.

Mientras permanecí en el fondo de la canoa, acudieron a mi mente una porción de ideas sobre nuestra posible muerte, y pensando en qué forma nos estaría reservada, oía arremolinarse el agua, arrastrada no sabíamos, adónde. Sólo podía oír otro ruido además: el que producían los dientes de Alfonso chocando de miedo; pero aun éste parecía más ficticio que real. Aquella posición trastornaba mi cerebro, y empezaba a creer que era víctima de una espantosa pesadilla.

Aventuras de Allan Quatermain
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